NAMIBIA: La familia Nguema

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junio 2, 2021

Ya empezaba a anochecer y todavía no teníamos lugar para dormir. Nos habíamos levantado en Otjiwarongo, en el centro del país, donde nos despedimos de Núria y Susana, dos amigas todoterreno con las que compartimos los primeros 15 días de viaje en Namibia. Ahora, ya eran alrededor de las 17h de la tarde y el sol empezaba a retirarse justo en dirección contraria hacia donde avanzábamos: la franja de Caprivi.

Habíamos vivido un día de carretera y música recorriendo la B8, una ruta de más de 900 kilómetros que conecta Otavi con Ngoma, la entrada en el país fronterizo de Botswana. El paisaje empezaba a ser diferente de lo que nos había precedido días atrás. Los caminos de grava desérticos, las dunas, el paisaje seco, las carreteras solitarias y la cantidad de kilómetros que habíamos conducido ahora se transformaban en poblados pequeños situados junto a la carretera. Allí, grupos de niños de diferentes edades jugaban en el arcén y nos saludaban cuando pasábamos con el coche por su lado, los adultos descansaban y conversaban bajo las grandes acacias que crecían cerca de la carretera, burros y rebaños escondidos entre los humanos campaban sin rumbo cruzando el arcén de asfalto. Muchos kilómetros hechos en un recorrido de una gran línea recta con caminos que se bifurcaban hacia las diferentes aldeas de no más de diez cabañas que se encontraban cerca de la ruta principal. Nos adentrábamos en Caprivi, un brazo de tierra de unos 400 kilómetros zonales y sólo 25 de meridionales en el mapa de Namibia, donde predomina la población negra mucha de la cual se desplazó durante el siglo XX debido al apartheid y el genocidio que vivió el país, y que limita al este con el río Zambezi, frontera natural con Zambia y Zimbabwe; al sur con Botswana; y al norte con el río Okavango que es la frontera natural con Angola.

El fantástico río Zambezi.

La historia de la franja de Caprivi tiene su origen, como buena parte de los países del continente africano, en las disputas coloniales de las potencias europeas. En 1890, se firmó un tratado de intercambio territorial entre los alemanes y los ingleses. Los primeros querían conseguir unir la colonia de África del Oeste (conocida como la actual Namibia) y Tanganica (conocida como la actual Tanzania) y lo querían hacer a través del río Zambezi, cuyo acceso se encontraba en manos de los ingleses. Éstos, como moneda de cambio, pidieron la isla de Zanzíbar, y el territorio alemán de la actual Kenia con el objetivo de construir una línea ferroviaria que uniera Uganda con Mombasa, con salida al mar. Los alemanes aceptaron y consiguieron este territorio conocido como Caprivi y que llegaba hasta el río Zambezi.

La jugada, sin embargo, les salió mal porque el río Zambezi era innavegable. Los alemanes desconocían de la existencia de las Cataratas Victoria, situadas a pocos kilómetros y descubiertas por el explorador inglés David Livingstone en 1855, que los imposibilitaba poder continuar río abajo con el objetivo de llegar a Tanzania. Habían perdido la isla de Zanzíbar y una parte importante de la actual Kenia, pero tenían un brazo nuevo de territorio que era el Caprivi y que ha continuado formando parte de Namibia hasta el día de hoy.

Eran alrededor de las 17h de la tarde y nosotros ya llevábamos más de 5 horas conduciendo. Apenas habíamos dejado atrás la población de Rundu, la puerta de entrada a la franja del Caprivi. La siguiente ciudad era Divundu que se encontraba a unos 200 kilómetros de donde estábamos. Así pues, decidimos buscar alguna zona de acampada para hacer noche y continuar el viaje el día posterior. Pero nunca pensamos que aquella parada nocturna se convertiría en una experiencia inolvidable que cambió toda la esencia misma del viaje y que nos ha dejado un vínculo muy estrecho que nos acompañará toda nuestra vida.

Nos desviamos de la carretera principal siguiendo el curso del río Okavango y buscando un camping que nos marcaba el GPS y que nunca apareció. A nuestra izquierda podíamos visualizar territorio angoleño mientras avanzábamos sin rumbo por un camino de tierra que transcurría alrededor de pequeñas aldeas camufladas en medio de los campos y las orillas fluviales. Llevábamos ya un tiempo deambulando por aquellos caminos y la puesta de sol se iba acercando. Por ello, decidimos parar a un bar que encontramos junto a una gran acacia para preguntar si podíamos dormir en algún lugar. Los jóvenes del bar nos dijeron que teníamos que pedir permiso al jefe del poblado que vivía con toda su familia a un centenar de metros atrás de donde estábamos parados. Nos encontrábamos en Shitemo, un pequeño poblado de origen romanyo capitaneado por la familia Nguema.

Bañándonos con Steven y unos cuantos niños en el río Zambezi

En la entrada nos recibió una chica que nos comentó que Nguema aún no había llegado, así que dejamos el coche fuera del patio y entramos en el recinto para esperarlo. La casa de la familia del jefe del poblado estaba formada por pequeñas casitas hechas de barro, cubiertas de ramas de diferentes árboles y con un gran patio en el centro del terreno con un fuego encendido y donde se juntaban diferentes miembros de la familia. Estaban preparando la cena. Sorprendidos por nuestra visita, nos invitaron a sentarse en las únicas dos sillas de plástico que tenían (las típicas de bar) mientras los más pequeños nos miraban con curiosidad.

Comenzamos a hablar con Steven, un chico de unos 20 años de edad que era un hijo de Nguema. Él hablaba bastante bien el inglés y ninguno de los tres sabíamos que sería un actor principal durante esa noche que nos esperaba. Entre los presentes, destacaba también su hermana, Sandra, que estaba embarazada y su abuela, de una edad bastante avanzada que se notaba con las arrugas de las manos y la cara.

Steven.

Se estaba haciendo de noche y todavía no sabíamos donde dormiríamos. Cogimos la guitarra sabiendo que la música une culturas y mientras animábamos la tarde entre waka-wakas y siahambas apareció el jefe de la aldea: Nguema. Vestido con unos pantalones militares y llevando unas gafas de sol aunque ya era medio oscuro, era un hombre alto con cara de pocos amigos. Se ponía de manifiesto que él era el jefe del poblado y quien tomaba todas las decisiones. Nos miró fijamente, preguntó a su hija quiénes éramos y qué hacíamos allí, y nosotros, con una sonrisa impaciente y una mirada de súplica, le comentamos que estábamos buscando un lugar para acampar a su poblado y a ver si nos daba permiso para dormir en algún campo abierto cerca del río. Él nos dijo que ya era tarde y que estaríamos más seguros bajo su protección, así que nos dio permiso para acampar dentro del patio de su casa. Esa noche ya teníamos lugar para dormir, aunque no pudimos hacerlo mucho.

Ya era oscuro y todavía teníamos que cenar. La familia se sentó en el borde del fuego comiendo una especie de tubérculo característico de su cultivo mezclado en una sopa. Iban compartiendo el plato entre todo un grupo. Eran más de 10 personas y seguramente aquella noche alguna de ellas no comería más de una cucharada. Nosotros, apartados junto al vehículo, nos hicimos una ensalada de garbanzos rápida y viendo la situación, llevamos el pan de molde y los garbanzos a la hoguera para compartirlo entre todos. Nguema se comía el pan de molde con grandes mordiscos, sin ningún tipo de acompañamiento, como si fuera la comida más buena del planeta en ese momento; y Sandra hacía cucharadas de garbanzos moviéndose constantemente para encontrar la posición adecuada con esa barriga tan grande que tenía. Laia comentó en voz baja que aquella chica estaba a punto de parir, que tenía muy mala cara y que, además, era una noche de luna llena. Recordaba que su hermana enfermera siempre le comentaba que durante las noches de luna llena, los partos eran más frecuentes. Esteve dijo que era imposible.

La primera noche con la familia. No sabíamos lo que pasaría aún en unas cuantas horas …

Después de compartir historias alrededor del fuego, habíamos quedado que al día siguiente iríamos hasta el río con ellos y continuaríamos ruta por la franja del Caprivi. Cuando ya entrábamos en la tienda de techo, la madre llamó rápidamente a Laia. Resulta que Sandra había roto aguas y no había ningún vehículo en la zona que a esas horas tempestiva pudiera acompañarla hasta el hospital más cercano, que se encontraba a Rundu, a unos 80 kilómetros del poblado del Nguema. Nos miramos y entendimos enseguida que nosotros éramos los únicos que podíamos acompañar a Sandra aquella noche a tener un parto vigilado y en condiciones, tanto para ella como para el bebé.

Plegamos la tienda rápidamente y fuimos hacia Rundu con Sandra de copiloto de Esteve, y detrás Laia, Steven, la madre y la abuela. Las figuras maternas son muy importantes en el acompañamiento durante el parto. Era todo oscuro y Steven nos iba guiando por caminos hasta que encontramos la carretera principal. Aunque nosotros no podíamos conducir de noche para que lo teníamos absolutamente prohibido por la cláusula del contrato de alquiler, aceleramos como nunca por aquella carretera asfaltada donde horas antes la atravesaban los animales y los niños jugaban en el arcén.

La luna llena siempre presente.

Al cabo de una hora llegábamos en el hospital de Rundu, un conjunto de edificios de planta baja vacíos. Cuando bajamos del coche con Sandra resoplando y abrimos la puerta de acceso a la maternidad, nunca hubiéramos imaginado lo que vimos. Aquel pasillo estaba lleno de mujeres embarazadas, algunas estaban estiradas, otras derechas y otras sentadas en las pocas sillas que había en ese hospital. Se oían gritos y gemidos de dolor. El ambiente estaba cargado, hacía mucho calor. Efectivamente, era luna llena a Rundu y la naturaleza de todas aquellas mujeres se había coordinado para dar luz durante la misma noche. Las enfermeras nos comentaron que iban saturadas y que aquella noche sería muy larga. 

Sandra entró en la sala de exploración, y un rato después (que se nos hizo eterna) nos avisaron que aquel parto duraría mucho. Era mejor que nos fuéramos y que bien temprano por la mañana siguiente volviéramos a ir al hospital para saber si había novedades. En Rundu, las mujeres tienen el parto solas, sin compañía de ningún familiar. Así que hicimos de nuevo los 80 kilómetros de carretera asfaltada hasta casa de la familia Nguema, nerviosos y preocupados de cómo iría todo.

Al día siguiente por la mañana, muy temprano y sin casi haber dormido, nos plantamos ante la puerta del hospital. Allí, nos dijeron que nos teníamos que esperar afuera, que el parto estaba siendo difícil y que la madre corría peligro. En aquellos momentos, se nos pasó por la cabeza el hecho de que al encontrarnos en un continente donde la magia y los maleficios están muy presentes no nos asociaran con un espíritu malo. Pero, rápidamente, estos pensamientos se fueron mientras estábamos nerviosos haciendo apuestas con la madre y la abuela de si preferían un niño o una niña.

Esa mañana la pasamos vagando por fuera de los jardines del hospital poniendo en práctica nuestro poco conocimiento de oshiwambo (una de las lenguas más habladas de Namibia). El recinto estaba lleno de personas esperando a tener noticias de sus familiares. Realmente, éramos dos forasteros en aquel lugar.

Las buenas noticias llegaron con un mensaje de móvil que Steven nos enseñó. Era Sandra, ya había parido y tanto ella como la criatura estaban bien de salud. Al cabo de un rato nos dejarían pasar a verlas. Las puertas sólo se abrían de 14h a 15h del mediodía.

Cuando llegó la hora de visita, todo el mundo se concentró en los pasillos buscando a donde se encontraba su familiar. Nosotros encontramos a Sandra a una habitación con unas 7 madres más que también habían parido esa noche. Cuando entramos, la abuela empezó a hablar con todas ellas contándoles a todas las madres el porqué de nuestra presencia allí. Ellas nos miraban sorpresas y sonrientes, mientras veíamos a Sandra con su criatura en brazos.

Tanto la madre como la abuela estaban muy contentas de tener una nueva incorporación a la gran familia Nguema. Y más, porque habían ganado la apuesta: ¡era una niña! Después de charlar un rato y de mirar aquella niña que debería tener menos de 12 horas, Sandra nos la presentó: «Laia, te presento a Laia!». Y las emociones afloraron intensamente mientras Sandra acercaba la criatura en brazos de Laia para que la cogiera. Una serie de cánticos y aplausos resonaron por toda la sala.

– Laia, te presento a la Laia- dijo la Sandra.

Cuando se acabó el tiempo de visita, volvimos hacia Shitemo, donde nos esperaba junto a la acacia de fuera del recinto, Nguema el jefe de la aldea. Esta vez estaba sonriente, agradecido por todo lo que habíamos hecho, y que todo hubiera salido bien. Para celebrarlo, esa noche haríamos una gran fiesta todos juntos alrededor del fuego conmemorando con danzas y bailes que ese día una nueva vida había nacido.

Allí estábamos, celebrando la vida de una forma sencilla, con un vaso de Coca-Cola, golpeando con pies descalzos en el suelo y mirando al cielo donde la luna ya estaba de camino al cuarto menguante.

Familia Nguema.

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